Un casco con electricidad en su cabeza, picanas sobre su cuerpo, innumerables patadas en el estómago, hambre y sed, fueron las torturas que Benjamín Gerez tuvo que soportar durante cuatro meses de secuestro. Cada noche lo llevaban a una sala donde la tortura era la protagonista, cada noche una tortura distinta. “Es triste recordar estas cosas”, dice Benjamín, a sus 73 años, en la audiencia del cuatro de diciembre por la Megacausa Jefatura III.
Benjamín vivía en el barrio La Milagrosa, Banda del Río Salí, junto a su compañera de vida Norma del Valle Iñigo y sus hijas. Una noche de mayo de 1977, las luces de aquel barrio se apagaron por completo y los militares, a patadas, entraron a la casa de Benjamín. “A vos te venimos a buscar», le dijeron mientras lo apuntaban con una escopeta. Antes de subirlo a un auto, le vendaron sus ojos y le ataron las manos y los pies. “Yo recuerdo que quedé sentada y pensé que lo iban a matar, que no iba a cruzar del patio de la casa”, dice Norma, y las lágrimas no tardan en aparecer.
“Donde estuve fue un calvario. Yo me imaginaba que podía ser el subsuelo de la Jefatura (de Policía). Pedía agua y parece que me la daban con algo entreverado porque me sentía mareado”, cuenta Benjamín. En aquel lugar escuchaba los gritos y quejidos de mujeres y hombres, y vio a dos personas vendadas sentadas en el piso. También, pudo reconocer la voz de Roberto “el Tuerto” Albornoz, quien lo interrogaba bajo tortura.
Norma y su hija mayor, Marcela, lo buscaron por cada rincón. Fueron a la comisaría de Lastenia, pero les dijeron que no digan nada del secuestro y que vuelvan a su casa. Fueron a la Jefatura y nadie les dio respuesta. Fueron a la municipalidad de Banda del Río Salí, y el escenario era siempre el mismo, hasta que una noche Norma se dirigió a la casa de un hombre al que le decían Mayor Leiva. “Yo le dije que quería que me diga si mi marido estaba vivo. Él me dijo ‘andá a la casa y si no vuelve esta noche, te voy a esperar mañana en la Municipalidad’”, dice Norma.
Esa noche a Benjamín lo dejaron tirado en la ruta 306, a siete cuadras de su casa, con la ropa sucia, quemaduras en su piel, los ojos vendados y las manos atadas. “Mi esposa estaba despierta, ella ya me había visto desde la ventana y salió corriendo a abrazarme”, recuerda Benjamín, su voz comienza a quebrarse mientras limpia sus lágrimas con un pañuelo.