Megacausa Jefatura III: El último testigo

Era 20 de mayo de 1977. Walter salía de su casa en Salta a esperar el colectivo, como todos los días, pero percibía algo raro en el ambiente. Un señor corpulento le consultó la hora, segundos después lo agarró de los brazos y otro hombre le apuntó al pecho con una pistola. Un auto Ford Falcon blanco se detuvo frente a él, lo obligaron a subir y se lo llevaron. El colectivo que esperaba nunca pasó.

Es 20 de mayo de 2024, 47 años después. La sala del Tribunal Oral Federal se encuentra impoluta. En sus sillas están colocadas las fotografías de los rostros de personas desaparecidas, víctimas del terrorismo de Estado, como en cada jornada de audiencias. La voz de Walter Alejandro Montesino se escucha en cada rincón del recinto, su rostro aparece a través de un monitor y las partes prestan atención a cada detalle. “Me llevaron a la delegación de la Policía Federal en Salta. En determinado momento, escuché la voz de mi hermano que pedía agua. Empecé a tirar patadas. Estaba vendado y con esposas metálicas en las muñecas”, recuerda.

Los golpes en aquel lugar fueron una constante para Walter y su hermano Hugo Eduardo Montesino. Estaban en calabozos distintos y a través de las paredes lograban intercambiar algunos susurros. “Se me ocurrió decirle que debíamos tener una señal para poder saber que estábamos vivos. A la mañana yo tosía y él también”, cuenta el testigo.

15 días después fueron trasladados a la Jefatura de Policía en Tucumán. Los llevaron a un salón grande, donde a veces había mucha gente y otras, estaban completamente solos. Por las noches, el frío del invierno calaba hasta los huesos. “Nos dijeron que teníamos que estar sentados o acostados en el suelo. Una sola vez uno de los guardias nos dió una revista para que la pusiéramos en el suelo. Nos paraban únicamente a la mañana para baldear el piso”, cuenta. En aquel lugar, la comida se reducía a solo una olla para todxs. “Yo perdí 18 kilos”.

Walter continuaba con los ojos vendados. El sonido de los autos pasar y de máquinas de escribir o el silencio le permitían deducir si era de día o de noche. Con el tiempo comenzó a identificar los pasos de la persona que lo interrogó durante su cautiverio, la voz de aquel hombre continúa grabada en su mente. Le preguntaba si pertenecía a algún grupo subversivo, si tenía un nombre de guerra y un sinfín de otras preguntas a las que Walter no encontraba respuestas.

Con el correr de los días, lo llevaron a un calabozo pequeño. “Había mucho olor a orina, pero al menos me podía levantar, hacer flexiones”, dice Walter. Para él, las noches en aquel lugar eran terroríficas, los nervios le recorrían por el cuerpo y los gritos de dolor se escuchaban con frecuencia. “Una mañana me ataron a una cama. Yo escuchaba un sonido, un tac tac. Uno se acercó y me puso algo frío en la cabeza. ‘Te mato’, me dijo y yo le dije ‘bueno’. ¿Qué podía hacer? Con el tiempo me di cuenta de que era un guardia que estaba aburrido”. Las torturas físicas y psicológicas continuaron hasta el día que lo dejaron en libertad.

Dos meses después

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